Pequeños relatos: «Poderes»

Agradecemos a Ignacio, amigo incondicional de Asva Tp, que nos haya regalado algunos de sus relatos.

Os animamos a que nos enviéis, si os gusta escribir, eso que queréis compartir…

Poderes.

No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que vi a mi vecino
Jeremías, un hombre mayor que rondaría los 80 años, pero desde luego si me
acordaré siempre cuál fue la última.
Eso paso cuando se alinearon los planetas del ascensor, un corte de luz que
afecto al barrio entero, él y yo. El caso es que debí de pillarle con las defensas
bajas en esa ocasión porque a los cinco minutos de compartir oscuridad
reinante, espacio pequeño y claustrofobia ajena, comenzó cual necesidad
terapéutica, a contarme la curiosa historia de su familia aunque ahora que
pienso, también debió de influir el clima que se creó parecido a sesión de
psiquiatra. De todos es conocido, que el terapeuta se pone a espaldas del
paciente para que éste no se distraiga ni censure su plática si percibe alguna
reacción a sus palabras en la cara del galeno.
El caso es que me contaba mi vecino que por razones desconocidas, todos los
miembros de su familia nacían con un superpoder, siempre distinto y siempre
sin poder elegirlo. Él era el último de esa distinta que quedaba vivo.
Y empezó a contarme historias como la de su madre Sara, que tenía un olfato
prodigioso. Con esa cualidad sacó el trabajo cual si funcionario fuera en la
industria del perfume pero un día cogió un tremendo catarro y ya no volvió a
ser la misma.

De la tía Débora, el que podía viajar a donde quisiera con sólo proponérselo.
Cogía todo el aire que podía y como si fuera después a tirarse un enorme
pedo, desaparecía para reaparecer en cualquier otra parte del globo
terráqueo. No sabes cómo tenía a todos los sobrinos encandilados entre sus
faldas cuando volvía de alguno de sus viajes para contarnos sus andanzas.
Cómo tenía un orgullo muy largo y una correa muy corta, toda ella se esfumó
el día que se enfadó con un familiar y decidió largarse a otro lugar del que
nunca se supo cual fue, pues nunca más volvió de él.
En cambio su primo Ezequiel por ejemplo, nació con el poder de que “Siempre
tenía razón”. La cosa empezó muy bien pues de pequeño era el amo del patio
y continuo mejor al estudiar medicina creando nuevas técnicas para operar
almorranas que, aunque no eran más eficaces que las que existían, como nadie
le llevaba la contraría, se pusieron de moda entre los cirujanos. Y así pasaron
sus años hasta que de tanto, no encontrar oposiciones en sus posiciones, no
pudo aguantar más esa presión y cogió una gran depresión. Lo malo fue que
los terapeutas que visitaba, no le podían ayudar. Lo que el “vomitaba” en la
consulta, todo eso y todos ellos, lo encontraban razonable y en consecuencia,
no le proponían terapias alternativas para cambiar su forma de ser y pensar
ya que… siempre llevaba razón.
Y qué decir de su hermano Matías. Nació con la habilidad de recordar todo lo
que leía, pensaba o veía, aunque sólo fuera una vez. Con esa facultad
prodigiosa acabo trabajando para un organismo secreto del gobierno que le
hacían leer todo lo que podían y así luego cuando llegaba la ocasión y
necesidad, le preguntaban, aunque el qué y el para qué, nunca lo comentó.

Todo iba de maravilla hasta que un día aciago para él y afortunado para los
ordenadores y la tecnología fue creado San Google. El pobre hombre cayó en
desgracia y no supo digerir bien esa contrariedad y a ese competidor,
acabando tiempo después, visitando periódicamente Alcohólicos Anónimos y
viviendo en la calle como un sin techo.
Un día volvió a soplar aire a favor cuando se ennovio con una trabajadora de
una residencia de ancianos y como un hilo tira de otro hilo, acabo en esa
institución prestando sus servicios como revividor de historias. Los mayores
del centro le contaban su vida con pelos y señales en horas altas, sabiendo la
dirección del centro que como estaban diagnosticados de Alzheimer, cuando
llegaban las bajas empezando a fallarles la memoria, allí estaba mi hermano
para narrárselas completas y sin laguna alguna. Más tarde se hizo freelance
ofreciéndose a las familias. Igual que se contrataban payasos para los cumples
de los peques también lo hacían con él para las celebraciones del anciano y
entonces contaba anécdotas de la vida del viejo de turno para regocijo de
grandes y pequeños.
Todo eso me contaba este hombre, cuando de repente la luz volvió y el relato
cesó cual globo pinchado por sorpresa, dando por terminada la conversación
monólogo y abriéndose las puertas del ascensor en su rellano.
No pude evitar antes de despedirse, preguntarle cual era entonces el poder
que poseía.
Su respuesta fue lacónica, corta y enigmática a la vez.
-ja, mi poder, no me sirve de nada ni para nada.
-¿cómo? dije yo -sin entenderle del todo bien. -Un superpoder, ¿alguna
utilidad tendrá?
-créeme, el mío, ninguna.
-pero entonces eso sí que es tener mala suerte –contesté yo
-todo lo contrario -me dijo él -y es más, gracias a eso precisamente, he
podido llevar una vida normal y relativamente feliz.
-perdona, no te entiendo
-mi poder querido vecino, consiste en que yo sé exactamente, la hora que es
en cada momento.
Y cuando él ya había dado un paso para estar fuera de la cabina y dos para
casi no estar allí, me dijo sin dejar de mirarme a los ojos y ya empezando a
cerrarse las puertas cual telón de teatro.
-ahora son exactamente las siete menos 5 y con 5 segundos.
Todavía absorto por lo que había oído, dos pisos más arriba el ascensor volvió
a abrirse invitándome a salir y justo antes de abandonarlo miré mi reloj que
marcaba en ese mismo momento las siete menos 5 y 15 segundos. Esa fue, la
última vez que lo vi.
Días después, una vecina cotilla me comentó que había fallecido
repentinamente y que por casualidad pudo entrar en su domicilio.
-no te puedes imaginar lo que había allí, me confesó. Era sorprendente la gran
cantidad de relojes de todo tipo y tamaño que tenía por todas las estancias y
encima – parando en ese momento el relato para mirar a un lado y a otro y así
comprobar la soledad de nuestra conversación y acto seguido poder
confesarme el peor secreto guardado por ella- ninguno marcaba la misma hora,
todos tenían horarios distintos. -¿Tú entiendes algo? me preguntó.
– ni idea le conteste yo -y dando media vuelta me aleje de allí y de ella sin
poder evitar el que una sonrisa se dibujara mi cara-.

Ignacio Ferrando Casadó.